Mis queridos hermanos y hermanas:
La celebración de la Pascua del Señor requiere un tiempo de preparación intensa: la Cuaresma. Necesitamos abrir el corazón y purificarlo para acoger en nuestra vida el gran don del amor de Dios manifestado, sobre todo, en la Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo. Como dice el Concilio Vaticano II: “La santa madre Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado recuerdo en días determinados a través del año la obra salvífica de su divino Esposo. Cada semana, en el día que llamó «del Señor», conmemora su Resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa Pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua” (Sacrosanctum Concilium, 102).
El tiempo de Cuaresma nos invita a centrarnos en lo fundamental de la vida cristiana, tantas veces difuminada y dispersa en una sociedad que la oculta tras lo superficial y secundario. La Cuaresma nos sitúa ante el “mandamiento principal”: Amarás al Señor con todo el corazón y al prójimo como a ti mismo (Cf. Mt 22, 37-39). ¿Cómo amamos a Dios? ¿Cómo amamos al prójimo? Hemos de pasar de las palabras a la vida. No amemos de palabra, sino con obras y verdad (Cf. I Jn 3, 18). La pedagogía cuaresmal nos enseña a traducir en gestos y comportamientos concretos el mandato del amor. Pongámonos en camino y entremos en este proceso de conversión, con honestidad y realismo.
Para poder avanzar, es crucial reconocer que Dios nos ha amado primero –nos primerea, como dice nuestro querido papa Francisco– . La Pascua nos hace presente el amor de Dios que nos ha devuelto la vida en la Muerte y Resurrección de Jesucristo, nuestro Señor. Y, si Él nos ha amado así, estamos llamados a corresponder a su amor. Todos podemos mostrar el amor al Señor de muchas maneras. Pero, si hay un día en el que, juntos como Iglesia, mostramos nuestra gratitud al Resucitado, es el domingo, el Día del Señor. Un día para la comunidad cristiana, la familia y el descanso.
El Concilio Vaticano II recuerda que: “La Iglesia, por una tradición apostólica, que trae su origen del mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o domingo (…). Por esto el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles (…), el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico” (Sacrosanctum Concilium, 106).
Durante una de las persecuciones de Diocleciano (304 d.C.), un sacerdote acusado de haber celebrado la Eucaristía, afirmó: “sine dominico non possumus vivere”, esto es, sin el domingo no podemos vivir. Y en la misma persecución, una cristiana dijo: “Si he ido a la asamblea y he celebrado la cena del Señor con mis hermanos, es porque soy cristiana”. Estos mártires prefirieron morir antes que privarse del alimento eucarístico en el Día del Señor. El mismo testimonio siguen dando hoy muchos cristianos, a los que acudir a misa el domingo puede costarles la vida por el odio de los fundamentalistas, como oímos con frecuencia en las noticias.
Mostremos nuestro amor a Dios dedicándole con alegría este día en que los cristianos testimoniamos ante el mundo que Cristo ha resucitado. El corazón del domingo es la Eucaristía, que ha de ser vivida como un encuentro gozoso con el Señor; no como una obligación. En ella somos iluminados con su Palabra y alimentados con su Cuerpo, verdadero Pan de vida. Es la reunión de los hermanos que compartimos alegría y esperanza en medio de nuestras dificultades; es el momento en el que nos reconocemos Iglesia y encontramos la posibilidad de participar en las campañas de solidaridad con todos nuestros hermanos. Redescubramos el domingo como la fiesta central de los cristianos, como seña de nuestra identidad.
En nuestra sociedad secularizada, la congregación de la comunidad cristiana en el domingo es también un signo que anuncia a Cristo resucitado en medio del mundo. Es el día en que mostramos nuestro amor a Dios, alabándolo y dándole gracias.
El Papa en su mensaje para la Cuaresma de este año, nos invita a cuidar la Creación. El domingo nos ofrece la posibilidad de disfrutar de las maravillas que Dios ha creado y de tomar conciencia del cuidado que requiere la “Casa Común”.
Nos preguntamos también cómo amamos al prójimo. Las prácticas cuaresmales: oración, limosna y ayuno, son medios que educan nuestra sensibilidad, para vivir más libres de nuestros caprichos, para mejor servir y compartir. Además de lo que cada uno hace con quienes le rodean, es importante seguir trabajando como Iglesia diocesana en favor de aquellas personas más vulnerables que se encuentran entre nosotros.
Agradezco de corazón la generosidad que habéis mostrado siempre con el “gesto de Cuaresma”, que este 2019 cumple diez años. Especialmente, la generosidad mostrada el curso pasado hacia el Hogar Santa María de los Milagros. Tanto las Hermandades, como las Parroquias, con la coordinación de Cáritas, habéis hecho posible que, quienes carecen de hogar, encuentren un lugar de acogida en los momentos críticos de la enfermedad. Queridos hermanos y hermanas, es necesario que sigamos apoyando este servicio diocesano como expresión de nuestro amor a los más necesitados. No nos cansemos de hacer el bien (Cf. II Tes. 3, 13).
Si vivimos la Cuaresma como tiempo de conversión, dejándonos trabajar interiormente por el Señor, desembocaremos en la Semana Santa con el corazón bien dispuesto para un encuentro vivo con Jesucristo. Las celebraciones litúrgicas vividas en el interior de nuestras parroquias y las manifestaciones de fe por nuestras calles nos darán la oportunidad de unirnos más a Cristo y de testimoniarlo a todo el mundo. Serán momentos intensos de una Pascua solemne que encontrará eco durante todo el año en la pascua semanal cada domingo. No vivamos solo el flash intenso de unos días extraordinarios y mantengamos la lámpara encendida todos los días del año.
Rezo con vosotros y por vosotros. Gracias porque rezáis por mí.
Con afecto os bendigo.
+ José Vilaplana Blasco
Obispo de Huelva
Huelva, 12 de febrero de 2019. Fiesta de la Dedicación de la Santa Iglesia Catedral de Huelva.