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«Sobre un asno», comentario al Evangelio del Domingo de Ramos en la Pasión del Señor – B

Publicado:
26 marzo, 2021
Foto: Entrada de Cristo en Jerusalén. Giotto (h. 1302-05). Capilla Scrovegni, Padua.

Una de las veces que subió a Jerusalén, Jesús entró en la ciudad montando un asno mientras era aclamado por la gente que enarbolaba ramas de olivo. No fue un gesto casual, fruto de la improvisación, sino perfectamente calculado, como lo prueba el hecho de que, previamente, mandara a sus discípulos a buscar el animal. La razón está en la profecía de Zacarías que había dicho: “¡Alégrate, Jerusalén! Mira a tu rey que llega justo, victorioso y humilde, sobre un burro… Destruirá los carros, los caballos y los arcos de la guerra y dictará la paz a las naciones”. El caballo era el animal de la guerra, el asno era el animal de la paz. Quien entra así en Jerusalén es el rey de la paz. El pueblo entendió el signo y por eso lo acompaño con ramas de olivo, también símbolo de paz.

Contemplar a Jesús entrando así en Jerusalén, en estos momentos en que el caballo rojo de la guerra cabalga por el desierto dejando una estela de muerte y destrucción, resulta sobrecogedor porque despierta en uno sentimientos contrapuestos de nostalgia y esperanza: nostalgia porque el deseo de paz, siempre presente entre los hombres, nunca se ha visto plenamente cumplido; y esperanza porque, a pesar de todo, no renunciamos a la utopía de un mundo justo y fraterno.

Pero hasta en esto podemos engañarnos y llamar paz a cualquier cosa para conformarnos y acallar nuestra insatisfacción, olvidando que la paz no es sólo ausencia de guerra, sino que es, sobre todo, plenitud de dicha. El árbol de la paz tiene muchas ramas y todas son necesarias: la paz es sentirse seguro sin miedos ni temores; es vivir la concordia de una vida fraterna basada en la confianza mutua; es la suma de todos los bienes que otorga la justicia; es la unión de las voluntades y de los esfuerzos para construir un mundo más humano en el que nadie sobre, en el que todos quepan y se sientan respetados.

Pero la auténtica paz es frágil como la arcilla y los golpes de la soberbia o el egoísmo la rompen, primero en el interior de las personas, luego en la relaciones interpersonales; de ahí salta a la convivencia en el seno de los pueblos y termina cortando los lazos que unen a las naciones. La violencia es como una sombra que va invadiendo el espacio humano y dejando tras de sí un reguero de muerte, destrucción, sufrimiento y tristeza. A medida que avanza, arrincona la paz.

Sólo cabe esperar que todos los hombres de buena voluntad, sin distinción de credo, raza, lengua, cultura o nacionalidad entonen el canto de la paz y que su voz suene tan fuerte que ahogue el ruido de la guerra y los gritos de los violentos. Que el Príncipe de la Paz bendiga a la humanidad y, como dice el profeta Isaías, derive hacia ella la paz como un río, como un torrente en crecida que inunde el valle de la muerte y lo convierta en el valle de la vida.

Francisco Echevarría Serrano,
Ldo. en Sagradas Escrituras y vicario general de la Diócesis de Huelva

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