Foto: La Natividad, Federico Barocci (1597). Museo Nacional del Prado, Madrid
El paso del tiempo, la secularización de la sociedad o la renuncia a la profundidad de las cosas, han colocado en la variopinta atmósfera navideña, como si de un árbol se tratase, diferentes bolas, luces, adornos, juguetes y un sinfín de ornamentos, decorados, arreglos y aderezos que ocultan más que exponen; esconden más que muestran; dificultan más que preparan para la celebración de la Solemnidad de la Natividad del Señor. En este comentario no pretendo analizar, ni valorar estas u otras cuestiones (quizás con la introducción ya han quedado suficientemente consideradas), sino acompañar al creyente en las lecturas del día de Navidad.
«¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz, que anuncia la buena noticia!» (Is 52,7). El profeta se fija en la hermosura de los pies ¡qué locura! Nadie dice “¡qué pies más bonitos tienes!”. Los pies tienen un carácter funcional, es decir, nos conducen hacia al lugar al que queremos ir, ejecutando las órdenes dadas por el cerebro y, a veces, por el corazón. Los pies están en contacto con la tierra, con el fango, con el mundo. Aunque vivamos con los pies en el barro, nadie va a impedirnos levantar los ojos hacia las estrellas. De eso se trata en este día: de ver su estrella en Oriente y caminar hasta adorarle; de ver la estrella y llenarse de inmensa alegría (cf. Mt 2,2.10). Por todo eso, los pies son hermosos, porque nos conducen al lugar donde las rodillas besan el suelo; el corazón se postra; la Buena Noticia tiene gesto de Bondad, cara de Paz y rostro de Niño.
«En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios» (Jn 1,1). Uno de los “secretos” de Dios es no cansarse de comenzar cada día, por eso, una de las claves de la santidad consiste en no cansarnos nunca de estar empezando siempre. Es posible afirmar que los verbos «existir, estar y ser», presentes en el inicio del Cuarto Evangelio, ponen el acento en lo fundamental, esencial y sustancial. Siguiendo en esta línea de desvelar algunos secretos divinos, la Palabra del prólogo de Juan no es un adorno o una lucecita, sino la desnudez de la Luz; la sencillez de Dios hecho carne; la grandeza de la Gloria del Padre. El secreto de Dios es más bien el Misterio de la Salvación, es decir, tiene tanto de pequeñez, fragilidad y de Niño como de adoración, de vida y de Dios.
En la Solemnidad de la Natividad, nuevo inicio lleno de vida, hay que cuestionarse, especialmente los cristianos, qué se celebra, en quién creemos y cuál es el rostro de Dios. Todo sucede demasiado rápido, tanto que da vértigo. Por eso, es necesario hacer que el tiempo se detenga y contemplar con la pausa de la adoración. La hora corta en que María dio a luz es la hora más larga del mundo; una hora celebrada durante siglos.
Es posible que exista un almacén de chispazos que nunca se convirtieron en Luz; un bazar de lucecitas enmarañadas que no conocieron la Estrella de Oriente; un tenderete de “navidades” que nunca llegaron a ser Navidad. Sin embargo, en muchos hogares cristianos se celebrará el Nacimiento del Hijo de Dios; se vivirá una hora larga; una Navidad profunda.
Isaac Moreno Sanz,
Dr. en Teología Bíblica y rector del Seminario Diocesano