La Santa Iglesia Catedral de Nuestra Señora de la Merced ha acogido en la mañana de este martes la celebración de la Misa Crismal, presidida por el Obispo de Huelva, Mons. Santiago Gómez Sierra. La eucaristía ha dado comienzo a las 11.00 horas y ha contado con la participación de numerosos presbíteros llegados desde distintos puntos de la diócesis, además de diáconos, seminaristas, religiosos y fieles laicos que han querido unirse a este momento tan significativo para la Iglesia local.
Durante la celebración, como es tradición, se han consagrado el Santo Crisma y se han bendecido los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, que serán utilizados a lo largo del año en la administración de los sacramentos en todas las parroquias y comunidades. La Misa Crismal constituye uno de los momentos más solemnes del calendario litúrgico, al reunir a todo el presbiterio en torno a su obispo en un signo visible de comunión eclesial.
Durante la liturgia, el prelado dirigió a los presentes una homilía de profundo contenido espiritual y pastoral, centrada en la vivencia del sacerdocio y en las exigencias que de él se derivan para quienes han sido configurados con Cristo Cabeza. A continuación, se reproduce íntegramente dicha homilía:
HOMILÍA DE MONS. SANTIAGO GÓMEZ SIERRA – MISA CRISMAL 2025
“La Misa Crismal, como sabéis, aunque por razones pastorales la anticipamos al Martes Santo, pertenece a la celebración del Jueves Santo, día en que hacemos memoria de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio. Por eso dentro de unos momentos, recordando nuestra ordenación sacerdotal, vamos a renovar las promesas sacerdotales, agradeciendo al Señor el ministerio al que hemos sido llamados. Jesús, el Buen Pastor, compadecido de todos los que andan por la vida cansados y agobiados como ovejas sin pastor, ha querido asociarnos a su misión, para apacentar Él mismo en la persona de los sacerdotes a su pueblo.
Podemos recordar con emoción los signos de nuestra ordenación, que nos hablan de todo lo que Jesús nos dio: la imposición de manos, la unción con el santo Crisma, el revestimiento con los ornamentos sagrados, la participación inmediata en la primera Consagración… Es verdad que todo puede estar adormecido o tapado por las preocupaciones de la vida, por el desgaste del tiempo o por el pecado; sin embargo, en el fondo, permanece intacto el don de Dios y siempre puede ser renovado. Oigamos, dicha para nosotros hoy, la recomendación de Pablo a Timoteo: “te recuerdo que avives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos” (2 Tm 1,6).
La grandeza del don recibido con nuestro sacerdocio no encubre nuestra pequeñez personal. Nuestra gratitud debe inspirarse en el Magnificat de María: “se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1,47-48). Cada uno de nosotros sabe que es sacerdote porque el Señor ha mirado con bondad su pequeñez.
Precisamente, en el contexto de la Misa Crismal el Papa Francisco decía: “El sacerdote es el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece con su pobreza, el más inútil si Jesús no lo llama amigo, el más necio de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro, el más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas.”
¿Cómo despabilar el don de Dios que hemos recibido por la imposición de manos en nuestra ordenación? Sin duda, viviendo la humildad y la obediencia, abrazando y apreciando el celibato, e incluyendo en nuestra vida concreta la pobreza voluntaria.
Obediencia, castidad y pobreza son las tres peculiares exigencias espirituales propias del presbítero, señaladas por el Concilio Vaticano II en el Decreto Presbyterorum ordinis (cf. P.O. 15-17).
Y, a veces, por el debilitamiento de nuestro radicalismo en el seguimiento de Jesús, dejamos de prestarles atención como signos evangélicos inconfundibles.
Primero, humildad y obediencia, entendida como aquella disposición de ánimo por la que un sacerdote está siempre pronto a buscar no su propia voluntad, sino la voluntad de Aquel que lo ha enviado. Esta voluntad divina la descubrimos y la cumplimos en las circunstancias de la vida, en el servicio al pueblo que nos ha sido confiado y en los múltiples acontecimientos de la propia existencia. Aceptar y ejecutar con espíritu de fe lo que manda o recomienda el Papa o el Obispo, con disponibilidad y prontitud para servir a todos, siempre y de la mejor manera, gastándose de buena gana en cualquier cargo confiado, será posible desde la humildad y la obediencia. Si no se vive la humildad, entonces rige el amor propio, que hace inaceptable la obediencia y señala toda autoridad en la Iglesia como autoritarismo arbitrario.
Segundo, el celibato, vivido como la Iglesia lo entiende, es signo y estímulo de caridad pastoral y fuente de fecundidad apostólica. En el asunto de la castidad es experiencia reciente de la Iglesia comprobar cómo el escándalo de los abusos afecta la percepción del sacerdote y entorpece el ejercicio de nuestro ministerio.
Estamos obligados a hacer un sincero examen de conciencia, particularmente en esta materia. A veces, hemos abierto sin pudor las ventanas de la interioridad. Seducidos por las nuevas tecnologías, podemos vivir volcados al exterior del ordenador y el móvil, jugando con el riesgo del escándalo. Por el contrario, vivir el celibato es guardar fidelidad renovada a la única Esposa de Cristo, a la Iglesia, que es la parroquia o la comunidad encomendada, los que bautizamos, las familias que acompañamos, los enfermos que visitamos, los jóvenes de la catequesis, los pobres que acuden a nosotros. En todas estas relaciones el celibato es fuente de fecundidad. Debemos pedir humildemente este don, tener ante los ojos su significado, y emplear sin excusas ni subterfugios los subsidios sobrenaturales y naturales y las normas ascéticas que la sabiduría de la Iglesia nos ofrece para poder vivir castamente.
En tercer lugar, estamos invitados a abrazar la pobreza voluntaria.
Alguien ha dicho que no somos felices porque no somos pobres.
Evitar hablar de dinero no presupone virtud; puede ser, con frecuencia, falta de ella. La pobreza entendida en nosotros, sacerdotes diocesanos, como el uso común de las cosas, evitando todo lo que pueda alejarnos de los pobres, apartando de nuestro estilo de vida toda vanidad. Hoy la Iglesia nos proporciona lo que necesitamos para nuestra honesta sustentación. No se justifica una ansiedad por acumular bienes de cara al futuro, al contrario, estamos invitados a emplear lo que nos sobra en bien de la Iglesia y en obras de caridad con los pobres, nunca para aumentar la hacienda propia. La pobreza y austeridad que se nos pide hará verdad esa condición del discípulo de Jesús, que vive en el mundo sin ser del mundo, y nos hará verdaderamente libres para seguir las llamadas de Dios en nuestra vida. Si no abrazamos este género de pobreza, nos haremos acreedores de la denuncia de san Pablo, cuando dice: “hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su dios, el vientre, su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas” (Fil 3,19).
Queridos hermanos y hermanas, el sacerdocio es un don de Dios para el llamado y para el pueblo cristiano al que es enviado. Al don de Dios, la Iglesia responde con acción de gracias, fidelidad, docilidad al Espíritu y con una oración humilde e insistente. Los sacerdotes pidamos por las comunidades cristianas que tenemos encomendadas, y vosotros, queridos fieles, rezad también por nosotros. Una Iglesia misionera demanda sacerdotes que se esfuercen por vivir su ministerio como camino de santidad, porque las obras de Dios las hacen los hombres de Dios.
Virgen María, Madre de Jesucristo y Madre nuestra, acoge, protege y acompaña a los sacerdotes en su vida y en su ministerio, y a todos tus hijos e hijas. Amén.”
Al término de la homilía, como es habitual en esta celebración, los sacerdotes han renovado sus promesas sacerdotales, en un gesto de comunión y unidad con su obispo y con la misión encomendada por la Iglesia.
La celebración ha concluido con palabras de agradecimiento por parte del obispo a todos los presentes, con un recuerdo especial para los presbíteros enfermos y mayores, así como por las vocaciones sacerdotales, que siguen siendo una prioridad en la oración y en la acción pastoral.
Este encuentro litúrgico, vivido en el corazón de la Semana Santa, deja una profunda huella espiritual en todos los asistentes, renovando el compromiso de servicio y santidad de toda la comunidad eclesial.
Tal y como explica la Delegación Diocesana para la Liturgia, el Martes Santo en la Misa Crismal concelebra el Obispo y su presbiterio. Es una de las celebraciones en las que se pone de relieve la plenitud sacerdotal del Obispo, que es tenido como gran sacerdote de su grey y como signo y garante de la unión de sus presbíteros con él. Los sacerdotes renuevan ante el Obispo las promesas que hicieron el día de su ordenación, se lleva a cabo la bendición de los óleos y se consagra el crisma. El óleo es aceite de oliva. En cambio, el crisma es una mezcla de aceite de oliva y perfume. La consagración es competencia exclusiva del Obispo. Dentro del rito de consagración destaca el momento en el que el Obispo sopla en el interior del recipiente que contiene el Crisma (crismera) como signo de la efusión del Espíritu Santo.
El santo crisma y los óleos serán llevados a todas las parroquias donde, de un modo solemne y expreso, son presentados, como expresión de unidad, en la Misa Vespertina del Jueves Santo en la que se conmemora la Cena del Señor.
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