La solemnidad de la Ascensión del Señor nos invita a contemplar uno de los misterios más profundos de nuestra fe: Jesús, tras cumplir su misión en la tierra, regresa al Padre, llevando consigo nuestra humanidad redimida. No es un adiós definitivo, sino la culminación de su obra y el comienzo de una nueva etapa en la historia de la salvación.
El relato de los Hechos de los Apóstoles nos muestra cómo, a la vista de los discípulos, Jesús es elevado al cielo. Ellos permanecen mirando fijamente al cielo, quizá con asombro y nostalgia, pero reciben un mensaje claro: no deben quedarse inmóviles, sino ser testigos de todo lo que han visto y oído. La Ascensión no es una llamada a quedarse mirando al cielo, sino a ponerse en camino, a anunciar la Buena Nueva hasta los confines de la tierra.
El Evangelio de Lucas nos recuerda la promesa de Jesús: enviará sobre los discípulos la fuerza que viene de lo alto. No estamos solos en esta tarea; el Espíritu Santo es quien nos capacita para la misión. Antes de partir, Jesús los bendice, gesto que encierra ternura, protección y envío. Esa bendición sigue resonando hoy en la vida de la Iglesia: somos enviados al mundo para anunciar la conversión y el perdón de los pecados, con la certeza de que Cristo, glorificado, intercede por nosotros.
San Pablo, en la carta a los Efesios, nos ayuda a mirar más allá: Cristo está sentado a la derecha del Padre, por encima de todo principado, potestad y dominación. Su señorío es universal y eterno. Pero no se aleja de nosotros: es cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo. Unidos a Él, participamos de su victoria y de su misión.
Por tanto, la Ascensión nos recuerda que nuestra vida no está cerrada en este mundo: estamos llamados a mirar al cielo, pero con los pies firmes en la tierra, siendo testigos valientes de la esperanza que nos sostiene. Que, como los discípulos, sepamos acoger la bendición de Cristo y llevarla a todos los rincones de nuestra vida.
Delegación Diocesana para los Medios de Comunicación Sociales