“No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.”
Desde los orígenes de la humanidad, el ser humano ha enterrado a sus seres queridos, ha celebrado ceremonias y ha entendido que existe otra vida más allá de la que estamos viviendo. Conforme pasa el tiempo, comienza a colocar junto a la persona fallecida objetos para que los tenga en la otra vida y no le falte nada.
Los países celebran y conmemoran a sus difuntos de distintas formas, pero lo cierto es que, aunque todos los días los recordemos, hay un día especial en el que juntos los honramos. Hoy es ese día en el que oramos de manera particular e incluso tenemos presente a todos aquellos que no tienen quién se acuerde de ellos. Podríamos hacer el ejercicio de mirar hacia atrás y darnos cuenta de la cantidad de vidas que se han necesitado para que cada uno de nosotros esté hoy aquí: una cadena grande que se vuelve inmensa.
A todos ellos, gracias.
Durante el tiempo que estuve en misiones, me gustaba visitar los cementerios de los pueblos para observar la importancia que se le da a la persona. Lo consideraba significativo, porque según el concepto que tengamos de la muerte, así será también el concepto que tengamos de la vida.
Para los cristianos, hoy es un día de esperanza: nuestra vida no termina con la muerte, sino que se transforma.
Las lecturas de hoy nos recuerdan lo que es la ESPERANZA en este tema.
El libro del Apocalipsis nos habla con claridad del cielo nuevo y la tierra nueva, de cómo Dios enjugará toda lágrima, y de que la muerte, el duelo y el llanto dejarán de existir, porque con Dios eso ya no tiene razón de ser. Nos narra la promesa del que está sentado en el trono, que hace nuevas todas las cosas. No me extraña que los primeros cristianos anhelaran gozar de esa plenitud.
A veces me pregunto si mi ser en Dios me hace vivir de verdad. “Acuérdate de mí, Señor, con misericordia” dice el Salmo, y añade San Pablo en su carta que somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos al Señor. Entonces no me queda duda: no me resta más que seguir trabajando en esta tierra con la esperanza de que todo tiene sentido, “en la tierra como en el cielo”, pero siempre con la mirada puesta en la vida eterna.
Celebremos este día. Oremos por los nuestros y por tantos otros que no tienen quién pida por ellos, por quienes mueren sin conocer ni disfrutar del amor de Dios que nos ha revelado con Jesús. Sigamos dando sentido a nuestra vida presente y preparándonos para la vida eterna cuando llegue el momento.
Sigamos también transmitiendo a nuestros hijos y nietos la gran posibilidad que nos ofrece la oración para ponernos en comunión con los santos, ayudando a aquellos que aún les falta un poco para entrar en la presencia total de Dios.
Como todos tenemos esa gran multitud de personas que nos precedieron, no olvidemos que en el cielo también los tenemos a ellos para que intercedan por nosotros, porque la comunión de los santos es bilateral. Oremos, pues, unos por otros. Sigamos construyendo el Reino de Dios. Celebremos la vida con sentido y preparemos nuestra alma para esta vida y la futura.
María Jesús Arija
Delegación Diocesana de Educación y la Cultura







