Foto: Expulsión de los mercaderes del templo, Caravaggio (1610-1620), Colección Gemäldegalerie de Berlín
En la mentalidad judía del momento en que vivió Jesús, el templo de Jerusalén -en cuanto morada de Dios en medio de su pueblo- era el símbolo sagrado por antonomasia, hasta el punto de que cualquier pronunciamiento contra el mismo era considerado una blasfemia. Pero el templo, a la vez que un símbolo religioso, era un centro de poder político y económico. Una de las veces que Jesús entró en él, hizo un gesto de rechazo de estos dos últimos aspectos y acusó a los responsables de haber convertido en cueva de ladrones lo que era casa de oración. Este enfrentamiento debió ser tan fuerte que se le considera una de las razones históricas de su muerte.
Pero Jesús no hacía gestos inútiles ni se dejaba llevar por impulsos incontrolables. La naturaleza y el significado de este enfrentamiento sólo los podemos entender si se enmarca en el contexto de su enseñanza sobre el templo. Es san Juan el que nos da la clave cuando, en el discurso de la cena, pone en su boca estas palabras: “Si alguien me ama cumplirá mi palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él”. Aunque el tema es abordado directamente cuando, a la pregunta de la samaritana sobre el verdadero lugar para dar culto a Dios, responde que “los que dan culto auténtico darán culto al Padre en espíritu y en verdad”. Es también Juan el que dice que, en alguna ocasión, habló de sí mismo como templo. Y San Pablo, hablando a los de Corinto, les dice que son templos del Espíritu.
Todo esto significa que, para el cristianismo, el verdadero templo en el que Dios habita gustosamente es el corazón humano. Quiere decir esto que, para encontrarse con Dios, hacia donde hay que caminar es hacia el interior de uno mismo y hacia el corazón del otro. Es de aquí de donde arranca la visión cristiana del cuerpo humano al que se reconoce la máxima dignidad y respeto, aunque históricamente haya habido espiritualidades que veían en él un enemigo al que había que destruir. Se entiende así que Jesús, contra la mentalidad de su tiempo, no tenga inconveniente en acariciar y dejarse acariciar y en tocar a las personas, sobre todo a los enfermos.
A la luz de su enseñanza, los templos para nosotros no son sino lugares de reunión, necesariamente amplios para albergar grandes grupos y, en la medida de lo posible, dignos. Pero no podemos tener una visión del templo ya superada que nos lleve a engrandecer un lugar pensando que, por ello, damos gloria a Dios. Tal vez alguno responda utilizando las palabras de Jesús, cuando Judas criticó el despilfarro de aquella mujer que derramó un caro perfume en sus pies: “Los pobres siempre estarán con vosotros. Ahora convenía que ella preparara mi cuerpo para la muerte”. Pero esas palabras tiene otra lectura: “Los pobres siempre estarán con vosotros y vosotros tendréis que emplear vuestra riqueza en ayudar a aquellos en los que yo sigo muriendo”.
Francisco Echevarría Serrano,
vicario general