Foto: Predicación de Juan Bautista, Vicente Carducho (1610). Museo de la RABA de San Fernando, Madrid
Decimos a menudo que el Adviento es un tiempo de espera hasta el nacimiento del niño Jesús. El domingo pasado, en el Retiro diocesano de Adviento para seglares, Julio González Ceballos nos hacía caer en la cuenta del error que encierra esta afirmación. Pues Jesús nació una sola vez, hace ya muchos siglos —como insiste el evangelista en dejar bien claro acumulando todos los datos concretos con los que comienza el evangelio de hoy—. Lo que nosotros esperamos es encontrarnos con Dios en el fin de los tiempos. Visto así, no es que tengamos un Adviento cada año, es que toda nuestra vida terrenal es un gran Adviento, un tiempo (más o menos largo, pero que para nosotros es todo nuestro tiempo) que espera una vida nueva, sin límites ni medidas, una vida eterna, es decir, fuera del tiempo.
Pero la idea de que el Señor puede nacer de nuevo en nosotros es muy sugerente y, sin dejar de ser cierto lo anterior, es posible que sea de ayuda para entender mejor el Evangelio de hoy. Una antigua canción de Brotes de Olivo decía: «¿Cómo nacerá el Señor, en tu vida y en la mía, si no le dejamos nacer?» (‘El pesebre vivo’, 1981, https://youtu.be/2oSrdMkdkI0). Y ahí aparece la clave. La clave de la Profecía de Isaías que se hace presente de nuevo, muchos siglos después, en la predicación de Juan Bautista, tal y como la resume con maestría Lucas en este pasaje.
Porque dejarle nacer es lo mismo que actuar para rellenar y rebajar, para enderezar y allanar. Es un esfuerzo por nuestra parte para hacer verdad ese «preparad el camino del Señor, allanad sus caminos», algo que no puede hacerse sin reconocer, en nosotros y en el mundo entero, todo aquello que impide a las criaturas acceder a ese Dios que les sale al encuentro. La llamada de Isaías, que será la de Juan, invita a reconocer los pecados (esos valles, montes y colinas, esas torceduras y zonas escabrosas), para, arrepintiéndonos, poder recibir al Dios que viene. No porque Dios no pueda llegar al fondo del valle o a lo alto del monte (como dice el salmo 139: «¿A dónde iré lejos de tu Espíritu?»). Sino porque todos esos obstáculos aíslan, encierran en el egoísmo y causan ceguera espiritual.
La conversión que Juan ofrece es un primer paso. Con él no está todo hecho. Pues ya sabemos que hasta en presencia del Señor es posible seguir ciegos y sordos, sin reconocer su presencia. Entre otros muchos episodios de los evangelios, el diálogo de Jesús con Marta y María mostrará, más tarde, que lo que nosotros podemos poner en nuestra salvación tiene serias limitaciones. También hay que saber parar y disfrutar de estar con Él. Mas, ¿cómo llegar ahí sin antes haber desbrozado el camino?
Esta segunda semana de Adviento es otra oportunidad más para rellenar y rebajar, para enderezar y allanar, pidiéndole al Señor que llegue el día en que «toda carne verá la salvación de Dios».
Juan Diego González Sanz,
Dr. en Filosofía, profesor del Seminario y delegado para el Apostolado de los Laicos