«Orar» (Lc 11,1-13)
La oración es –debe ser– una actividad habitual del cristiano. Pero no están los tiempos para detenerse un poco y entregarse sin prisa a algo que algunos consideran un tiempo perdido. Los mejor intencionados dicen que hay demasiados problemas en el mundo para emplear tiempo en algo que ven como una huida de las dificultades. Otros dicen que no pasa de ser una conversación con un ser mudo que nunca contesta. Los hay que no saben qué hacer en una actividad en que los minutos parecen horas.
Siempre tenemos un pretexto para no orar. Y, sin embargo, es algo esencial en la vida cristiana. Jesús –que sabía mucho de compromiso, de preocupación por las personas y de afrontar problemas– pasaba noches enteras en oración. No le restaba tiempo ni al Padre ni a los hombres. Se lo restaba al sueño. La oración estuvo presente en los momentos más importantes de su vida: en el desierto, en el cenáculo, en Getsemaní y en el calvario. Era para él una fuente de energía para afrontar el reto de cada día.
Las instrucciones que da a sus discípulos son claras: lo primero es situarse ante Dios como ante un padre. Si no se llega ahí, lo que sigue resulta difícil de entender. Y hay que insistir. No es cosa de un rato, sino algo integrado en la vida. A Dios no se le da una propina de nuestro tiempo, sino el tiempo que le corresponde. Incluso los más cumplidores se conforman con poco: damos a la Iglesia la calderilla de nuestro dinero y a Dios la calderilla de nuestro tiempo. Y que la misa no dure mucho.
En cuanto al contenido de la oración, hay que decir que es muy diverso, pero la más humana es la de petición. Pedir significa reconocer la propia indigencia, la propia debilidad –sentirse humano, es decir, humilde–; y es creer que Dios –como buen padre– con una mano nos sostiene y con la otra nos protege. Lo cual no significa que tenga que hacer lo que queremos o pedimos –mal padre es el que da a sus hijos todos los caprichos porque les priva de formar el carácter y de fortalecer el ánimo–. Dicen los místicos que hay que tener mucho cuidado con lo que se pide porque te lo pueden conceder y ¿a ver qué haces luego? Con ello indican que hay que saber pedir.
Y termino con una advertencia a los reticentes: la oración no es sólo un encuentro con Dios; también es un encuentro con nosotros mismos. Miramos demasiado al suelo y olvidamos que se nos permitió caminar de pie para poder mirar al cielo y comprender cuál es nuestro sitio en el mundo. Si hemos sido creados a imagen de Dios, sólo mirándole a él podremos conocernos a nosotros mismos y comprender cuánta dignidad se encierra en cada ser humano. Ya pasó el tiempo en el que se creía que mirar a Dios lleva a olvidarse del hombre. Más bien es lo contrario.
Francisco Echevarría Serrano,
Ldo. en Sagradas Escrituras y vicario parroquial de Punta Umbría