«A contracorriente» (Lc 14,1.7-14)
Las lecturas de vigesimosegundo domingo del Tiempo Ordinario ofrecen una reflexión sobre uno de los pecados capitales, la soberbia, proponiendo la actitud y la conducta propia del cristiano: la humildad.
El convencimiento de que Dios abaja lo que está arriba y enaltece lo que está abajo se encuentra fijamente anclado en la tradición bíblica. Así lo refleja la primera lectura (Eclo 3,17-18.20.28-29; cf. Ez 17,24; Job 22,29). En este sentido, el mismo evangelista Lucas ya lo había destacado en la narración de la infancia de Jesús, en el cántico de María («derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes», Lc 1,52), y retoma esta convicción una y otra vez (cf. Lc 16,15; 18,14; 22,26-27).
El evangelio de esta semana (Lc 14,1.7-14) presenta una situación propia de la época de Jesús, donde los lugares de honor en la mesa estaban asignados de acuerdo al cargo y a la reputación. El texto presupone una cierta libertad en la elección de los lugares. Para evitar la vergüenza que supondría tener que ceder el puesto a otro de más categoría, era recomendable esperar y escoger un puesto inferior, ya que siempre sería visto como un honor que a alguien se le designe con un puesto superior.
Las lecturas de esta semana, por tanto, instruyen a los creyentes sobre las leyes del Reino, que no se basan en las grandezas humanas y en la protección que estas nos dan. Quien piensa en exaltarse a sí mismo frustra el plan de Dios y “roba” su gloria; por eso será humillado. Sin embargo, quien se humilla y toma la condición de siervo será exaltado.
La parábola del banquete concluye, como en otras ocasiones, con una reflexión sapiencial, que condensa el contenido que debe ser recordado: «todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido» (Lc 14,11). El alcance de esta frase va mucho más allá de la situación que se plantea en el convite; se trata de desbaratar las convenciones y convencionalismos humanos. Aunque intentemos acomodarlo: Dios no es como nosotros, ni tampoco su Reino.
En el Reino hay normas en las que se da su lugar a los despreciados y desafortunados entre los hombres. Dios sí les da su lugar, ya que las distinciones entre justos e injustos, dignos e indignos, buenos y malos, pertenecen a los criterios humanos y poco tienen que ver con el pensamiento divino. El Reino de Cristo ‒reino de justicia, de amor y de paz‒ se encuentra con la realidad de un mundo roto por las injusticias, el odio y las guerras.
En definitiva, las lecturas de este domingo invitan a romper con los esquemas humanos, animando a que el discípulo siga nadando a contracorriente. Dios ama al mundo tal y como es, ama al hombre por ser hombre, incluyendo sus debilidades, aunque lo sueña perfecto, santo, anunciando y construyendo el Reino. Pertenecer al Reino significa aceptar sus criterios, aunque estos no sean aceptados por el mundo.
Isaac Moreno Sanz,
Dr. en Teología Bíblica y rector del Seminario Diocesano