“LEVÁNTATE Y PONTE EN CAMINO”
Este Domingo de “Laetare”, en el que celebramos el día del Seminario con el lema: “Levántate y ponte en camino”, resuena la voz del profeta que dice: «Alégrate, Jerusalén,…» (cf. Is 66, 10-11), porque se presiente ya cercana la Pascua en la que de nuevo brillará Cristo, luz que viene a iluminar a todos los hombres y a todo el hombre.
El agua, elemento que recorre todo el evangelio de san Juan, este domingo es el elemento por medio del cual Jesús revela quién es realmente. Recordemos a Jesús conversando con Nicodemo (cf. Jn 3, 5); o junto al pozo de Jacob, con la Samaritana (cf. Jn 4, 14). Es indiscutible que el agua es un elemento esencial para la vida, pero el agua que daba el pozo de Jacob no era, desde luego, esa agua capaz de saciar la sed de una vida que supera el plano estrictamente biológico, que no está sometida a la muerte ni a otras leyes que rigen en toda la creación. El agua aparece también en el pasaje del hombre enfermo por treinta y ocho años y que esperaba poder meterse en la piscina de Betesda para quedar sano (cf. Jn 5, 1-16), Y dentro de la Fiesta de las tiendas el agua aparece relacionada con la curación de un ciego de nacimiento que sigue lo que Jesús le manda: lavarse en la fuente de «Siloé, que significa el Enviado» (Jn 9, 7), recuperando la vista. El nombre de la fuente nos está señalando el verdadero sentido que tiene el milagro: Jesús es el «Enviado», Él es el agua que colma los anhelos y esperanzas de los hombres. Es en Jesús donde el ciego se limpia para poder ver. En el lavatorio de los pies, Jesús prepara a sus apóstoles para sentarlos a su mesa. Pedro le dice: « “No me lavarás los pies jamás”. Jesús le contestó: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo”» (Jn 13,8); y al final de la pasión, el agua adquiere un significado especial cuando el costado de Jesús, ya muerto en la cruz, es atravesado por la lanza del soldado «…y al punto salió sangre y agua» (Jn 19, 34), clara referencia a los principales sacramentos de la Iglesia: el Bautismo y la Eucaristía, ambos manan del corazón abierto de Jesús, de cuyo costado nace la Iglesia. Así, el Espíritu, el agua y la sangre, dan testimonio de la divinidad de Jesucristo (cf. 1 Jn 5, 6-8).
Todo el capítulo nueve de Juan viene a ser una explanación del bautismo que nos capacita para poder ver la luz. Pero aquí hay una novedad respecto al relato lucano del ciego de Jericó. En Lucas, es el mismo invidente el que pide a Jesús que lo sane (Lc 18, 35-43), pero en el relato de Juan, lo novedoso, es que ahora es Jesús quien ve al ciego de nacimiento, sumido en su ceguera, postrado en la máxima indigencia, pidiendo limosna, y se detiene ante él. El Señor siente compasión de él y lo sana de la ceguera congénita que no dejaba lugar a la esperanza, además de que en aquella época las enfermedades, en especial la de este tipo, eran vistos como consecuencias del pecado; por eso sus discípulos preguntan a Jesús: « ¿quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego? » (Jn 9, 2); pero Jesús no responde al porqué sino al para qué de aquella incapacidad, y lo hace de manera tajante: “ni sus propios pecados, ni los de sus padres, tienen relación con lo que le sucede a este. Este ha nacido así para que se manifieste mi divinidad, es decir, para que viendo la obra de recreación que voy a realizar en este hombre, creáis que yo soy Dios (cf. Jn 9, 3).
Los antropólogos no dejan de señalar la importancia que para el desarrollo de la humanidad tuvo el hecho de que el hombre comenzara a caminar erguido, ampliando nuestro campo de visión y permitiendo poder manipular los objetos al tener liberadas las manos. De hecho, es una cualidad específica del ser humano. Aplicando esto al evangelio del ciego de nacimiento, el hombre postrado es la imagen del ser humano que rompe voluntariamente su relación con de Dios. Cuando sucede esto, el hombre se revela contra aquel que es el origen de su existencia y que lo ama. Sin embargo, la historia de la salvación nos enseña que Dios está permanentemente buscando levantar al hombre, que cae repetidas veces. El Señor nos dice constantemente: “Levántate” como se lo dijo a Moisés después de interceder ante Dios por el pueblo de Israel en su peregrinación por el desierto, con la promesa de hacerlos entrar en una tierra que mana leche y miel (cf. Dt 10, 11). Esta promesa que recibe el pueblo de Israel es plenificada en Jesucristo (DCE 12), ya que en nuestro bautismo hemos sido perdonados, somos iluminados, se nos ha llamado a ver la luz, somos recreados, y se nos ha llamado a ponernos de pie, haciendo posible que podamos reemprender el camino precedidos por la gracia, que nos regenera y que nos salva.
El hombre sin Dios no se sostiene, no ve, ya que él no se ha creado así mismo. De hecho, en nuestra sociedad, hay una gran lucha por eliminar a Dios definitivamente de la esfera de lo público, lo cual ya está dando como resultado, inevitablemente, una crisis sobre la identidad del propio ser humano que no es capaz de responder, con verdad, a las preguntas fundamentales que cualquier ser humano se planta ante su existencia.
Jesús se siente compasión por el ciego de nacimiento, se inclina ante el ciego postrado para darle una apalabra de aliento y vida, para curarlo de su ceguera y ponerlo de pie, restituyéndole su dignidad, sanándolo, no sólo en el cuerpo sino en todo su ser. Esta es la manera en que actúa el Señor: nos perdona, nos cura y nos levanta para que tomemos conciencia de quiénes somos realmente. Conocer a Jesús nos da luz para conocernos y conocer la meta a la que nos llama el Padre bueno del cielo. No hay verdadero encuentro con Cristo, verdadera amistad, sin conversión. El encuentro con él no limita nuestra libertad, sino que prende en el corazón del ser humano el deseo de querer lo que Dios quiere y de rechazar lo que le desagrada.
En el día del Seminario, debemos recordar el camino de tantos hombres que escucharon la voz de Jesús que los llamaba a levantarse y ponerse en camino. Ellos no se quedaron inmóviles, sino que se tomaron en serio la llamada del Señor dejando a tras seguridades, comodidad, proyectos propios, etc., y se han lanzado a caminar tras Jesús, con Jesús y en Jesús, porque sólo él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6).
San Pablo, ante la llamada de Jesucristo, cae por tierra, pero escuchó la voz del Señor que lo levanta y lo llamaba a seguirlo y hoy su vida, como la de muchos sacerdotes o la de los jóvenes que se preparan en el seminario de nuestra Diócesis para ser sacerdotes, iluminan nuestras vidas. Ellos, un día, escucharon también a voz de Jesús que les dijo: “Levanta y ponte en camino”, y han respondido con un sí generoso a la llamada de Jesús.
Hoy no sólo es una jornada en la que recordamos a nuestro Seminario, sino que debe ser, sobre todo un tomar conciencia de la necesidad de revalorizar el sacerdocio ministerial, de seguir orando al Señor por el aumento de las vocaciones sacerdotales en nuestra Iglesia particular de Huelva: «rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9, 38), pero también de posibilitar que muchos se pregunten: “Señor, ¿qué quieres de mí?”.
José Antonio Calvo Millán, Pbro. Formador del Seminario Diocesano de Huelva y Delegado Diocesano para la Pastoral Vocacional.