Evangelio de Mateo (25, 31-46)
Llegamos al final del tiempo ordinario con esta solemnidad de Jesucristo Rey del Universo.
En el año 325, se celebró el primer concilio ecuménico en la ciudad de Nicea, en Asia Menor. En esta ocasión, se definió la divinidad de Cristo contra las herejías de Arrio: “Cristo es Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”. 1600 años después, en 1925, Pío XI proclamó que el mejor modo de que la sociedad civil obtenga “justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia” es que los hombres reconozcan, pública y privadamente, la realeza de Cristo. “Porque para instruir al pueblo en las cosas de la fe -escribió-mucha más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio (…) e instruyen a todos los fieles (…) cada año y perpetuamente; (…) penetran no solo en la mente, sino también en el corazón, en el hombre entero”. (Encíclica Quas primas, 11 de diciembre de 1925). La fecha original de la fiesta era el último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos; pero con la reforma de 1969, se trasladó al último domingo del Año Litúrgico, para subrayar que Jesucristo, el Rey, es la meta de nuestra peregrinación terrenal. (Vatican News).
En los tiempos que nos estamos moviendo nos preguntamos cómo podemos entender eso de la realeza de Cristo, si como una autoridad de mando y poder o es otro el modo en que hemos de mirarlo. Lo cierto es que las lecturas que se proponen cada año para esta fiesta nos lo dejan lo suficientemente claro. Cristo es rey porque sirve, porque sale personalmente al encuentro de los suyos, de todos los suyos, como nos recuerda la primera lectura, “así dice el Señor Dios: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro” (Ez 34,11). Un rey cuyo rasgo es el servicio, que se pone en marcha tras la descarriada, el extraviado, el confundido, con tal de que estos se dejen encontrar también.
El evangelio es especialmente claro en confirmar el hecho de que Cristo no es un rey de poder y mando, sino que se hace presente en lo humilde y en el servicio. Cuando nos preguntamos “dónde está Dios” en cualquier calamidad, resulta que lo encontramos en el hambriento y el menesteroso invitándonos a ponernos al servicio del humilde y el necesitado como forma de servirle realmente a Él.
Así, cuando vemos a gobernantes que se hacen fuertes en el cargo desde la soberbia y el desprecio al discrepante con grandes palabras, pero actitudes indignas, no podemos menos que preguntarnos cuál será la alternativa. Dicho de otro modo, ¿somos mejores si no prescindimos de actitudes altaneras y prejuiciosas porque creemos tener razón? La alternativa es el servicio, no las buenas intenciones y los grandes manifiestos llenos de pomposas palabras y fantasiosas reivindicaciones. Somos grandes cuando servimos, cuando no somos indiferentes al humilde y cuando nos comprometemos a defender lo verdadero y justo por encima de todo interés particular. Eso creo yo, al menos.
Rafael Benítez Arroyo, párroco y delegado de medios.