El título de la Virgen de la Candelaria está tomado del uso litúrgico. En efecto, al decir Simeón que el Niño había de ser luz que ilumina a los gentiles y gloria de Israel (Lc 2, 22-40), hizo que en la liturgia se introdujera, ya en el siglo V, la procesión de las candelas. Los cirios bendecidos eran llevados a casa y se les atribuía una sobrenatural eficacia en las infecciones epidémicas, partos difíciles, tempestades, en la hora de la muerte, etc. De ahí que la Virgen de la Purificación o de la Candelaria porte, como atributo específico de su advocación, un cirio en la mano.
Este pasaje evangélico, al igual que el tema de la Anunciación, puede representarse con sentido narrativo o con intención contemplativa. En el primer caso, el gran iconógrafo sevillano Francisco Pacheco aconseja, en 1649, que esta historia se desarrolle en el interior de un suntuoso templo, con todo lujo de detalles y elementos anecdóticos. En el segundo caso, se considera a María, con el Niño en brazos, desgajada o aislada de la escena evangélica. Un buen ejemplo de esta última versión plástica es la Virgen de la Candelaria de la parroquial de Trigueros.
María, de pie, deja vislumbrar bajo su rico ropaje el contrapposto, oposición armónica de las piernas. Su cuerpo, de esbelta figura, descansa sobre la izquierda; mientras que la otra queda exonerada. Viste larga y pesada túnica roja, de alto talle ceñido por correa, y manto azul. Ambas prendas están estampadas en oro. Bajo el caligráfico borde inferior del traje asoman los chapines. En el pecho luce un rico adorno. Su cabeza, desprovista de toca, muestra una larga cabellera, peinada con raya al centro, que dulcifica el óvalo del rostro y cae por detrás en simétricas ondas. En origen, debió llevar un cirio en la diestra, símbolo iconográfico de su advocación. Y con la opuesta sostiene al pequeño Jesús, que, ataviado con túnica telar de quebrados pliegues, exhibe la esfera terrestre en la mano izquierda.
Madre e Hijo se caracterizan por la amabilidad del semblante, mostrando la sonrisa arcaica de la época, ojos rasgados y oblicuos, boca pequeña, pómulos abultados, mentón agudo y nariz rotunda. Destacan el aplomo y verticalidad del simulacro, tan propios de la estatuaria gótica del momento. La simplicidad de líneas, la austeridad de los volúmenes y el pausado ritmo de los pliegues de la indumentaria insisten en la espiritualidad de las formas plásticas.
Figuró en la Exposición Ave María, en la Casa Colón, Huelva, diciembre de 2002 a enero de 2003.
Juan Miguel González Gómez