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Domingo V de Pascua. Ciclo B

Publicado:
25 abril, 2024
Entre la fidelidad y el compromiso (Jn 15,1-8)

La metáfora de la vid y los sarmientos sirve a Jesús para reflexionar sobre un aspecto fundamental en la historia del cristianismo: el del difícil equilibrio entre la fidelidad al pasado y la respuesta comprometida en el presente. A sus seguidores había dicho, en el sermón del monte de Mt, que habían de ser sal de la tierra y luz del mundo, indicando así que su tarea necesariamente tendría que ver, en cada momento histórico, con la realidad del mundo en el que vivieran. Se trata de vivir en el mundo sin ajustarse a él porque, en ese caso, ni se es sal ni se es luz. Por otra parte, esta importante misión sólo puede ser llevada a cabo desde una profunda fidelidad al origen, de ahí la metáfora de la vid -¡Sin mí no podéis hacer nada!-.

Este delicado equilibrio se rompe cuando los creyentes, en un deseo profundo de fidelidad, se inclinan tanto al pasado que vuelven las espaldas al presente; o cuando, en un deseo ardiente de compromiso con el presente, olvidan el pasado. En el primer caso, se potencia la seguridad doctrinal y moral, la actividad interna de la institución, el alejamiento del mundo, el desentendimiento de las realidades temporales… En el segundo caso, aparece la obsesión revisionista, el relativismo, las actividades de presencia en el mundo, al inmersión en la realidad, la sobrevaloración de lo temporal…

Un planteamiento semejante ignora algo profundamente marcado en la naturaleza humana: su carácter polar. Acostumbrados a funcionar con una visión dualista, vemos la realidad en clave de opuestos:  blanco-negro, derechas-izquierdas, nosotros-vosotros… sin darnos cuenta de que, en realidad, sólo se trata de dos polos que se necesitan mutuamente. Es la situación concreta la que nos sitúa unas veces más cerca de un polo y, otras, más cerca del otro. Esto, que vale para el individuo y la vida, vale también para el cristianismo: hay momentos en los que es necesario intensificar la fidelidad para que la luz no se apague y la sal no se vuelva insípida; y hay momentos en los que hay que intensificar el compromiso para que la luz siga iluminado y la sal, sazonando.

En el mundo actual es frecuente que determinadas instancias políticas o culturales pidan a la Iglesia algo que no puede hacer: unos quieren reducirla al ámbito de la conciencia y de la sacristía negando de este modo la misión en el mundo que el fundador le asignó; otros la quieren asumiendo los planteamientos morales, sociales y culturales de cada época, olvidando la necesidad de ser fiel a su identidad. A la Iglesia hay que pedirle simplemente que sea lo que es -lo cual no es poco en este tiempo de sequía de identidad que padecemos en tantos ámbitos de la vida-, es decir, que sea fiel a su fundador y a los valores que él vivió y predicó y que, en consonancia con los mismos, luche por construir un mundo más humano y fraterno, lo que Jesús llamó el Reino de Dios. Cualquier otra cosa es intentar descarriarla o, al menos, meterla en vía muerta.

Una segunda reflexión importante en este discurso es la imagen de la vid en sí. Jesús deja bien claro que el sarmiento, desgajado de la cepa, no tiene vida. La savia que se la da no le llega y se seca. Pero, unido a ella, da fruto. A veces incluso hay que podarlo para que sea más fecundo. Ya sabemos la importancia religiosa del vino como símbolo de la vida nueva. En una boda, Jesús hizo su primer signo convirtiendo el agua en vino. Y en la cena de despedida el vino paso a ser sacramento de salvación: sangre -vida- que se entrega por amor. La savia que, desde la cepa, va a los sarmientos y produce el fruto es el Espíritu. El bien que hacemos es obra del Espíritu y el bien que dejamos de hacer es frustración del Espíritu.

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