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Celebración de la Fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote en Huelva

Publicado:
24 mayo, 2024
Esta celebración no solo destaca la relevancia del sacerdocio en la vida de la Iglesia, sino que también resalta el invaluable aporte de las Hermanas Oblatas en su misión de acompañamiento y santificación de los sacerdotes, renovando el compromiso de la comunidad con la oración y el apoyo mutuo.

En una solemne ceremonia celebrada este jueves, 23 de mayo, la Capilla del Monasterio de las Hermanas Oblatas fue el escenario de la Fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. La misa fue presidida por el Obispo de Huelva, Monseñor Santiago Gómez Sierra, quien destacó la importancia de esta festividad en el calendario litúrgico y la dedicación de las Hermanas Oblatas a la espiritualidad sacerdotal.

La Delegación para el Clero subrayó el carisma especial de las Hermanas Oblatas, afirmando: “Las hermanas Oblatas han recibido del Espíritu Santo el carisma de cooperar espiritualmente a la santificación de los sacerdotes y aspirantes al sacerdocio. Agradezcamos su vocación con nuestra oración y con nuestra presencia.”

La celebración reunió a numerosos fieles y miembros del clero, quienes participaron en un ambiente de recogimiento y devoción. La homilía de Monseñor Gómez Sierra enfatizó la importancia del sacerdocio y la necesidad de apoyar a quienes se dedican a esta vocación. También se hizo hincapié en el papel fundamental de las Hermanas Oblatas en la comunidad religiosa, reconociendo su entrega y compromiso en la formación espiritual de los sacerdotes.

HOMILÍA ÍNTEGRA DEL OBISPO DE HUELVA

Lecturas: Jer 31,31-34; Sal 109, 1bcde.2.3; Heb 10, 11-18 y Mc 14, 12a.22-25.

Hermanos y hermanas, amados por el Señor.

Estamos celebrando la fiesta –en esta comunidad- solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, por la que tanto luchó nuestro predecesor el venerable José María García Lahiguera. Fue ya durante su pontificado en Valencia, cuando tuvo lugar la aprobación por parte de la Santa Sede de esta fiesta litúrgica, concretamente, el 22 de agosto de 1973; fijando su celebración el jueves siguiente a la solemnidad de Pentecostés.

Este afán por llevar al calendario litúrgico la celebración de Jesucristo como Sumo y Eterno Sacerdote de D. José María respondía a una inquietud muy honda que sentía en su alma. Intuía que, particularmente, Dios le movía a trabajar a favor de la santidad sacerdotal. Así el 9 de marzo de 1936 escribía: «…Y como la santidad es obra de la gracia, y ésta se alcanza con la oración, urge de un modo apremiante lanzarse a una Cruzada ‘Pro Sacerdotio’, a base de oración y sacrificio. (…) creo debe pedirse mucho a Nuestro Señor si conviene ir pensando en la fundación de una orden religiosa de monjas de clausura cuyo fin principal, por no decir exclusivo, había de ser la oración y el sacrificio por la santificación de los sacerdotes y seminaristas”.

Pero fue en plena guerra civil cuando la Providencia puso en su camino a la joven María del Carmen Hidalgo de Caviedes, que también sentía la llamada a consagrarse a Dios en una vida de oración y penitencia por la santificación de los sacerdotes. Con ella llevaría a cabo la fundación de las Hermanas Oblatas de Cristo Sacerdote, que el Señor le inspiraba.

La inquietud tan personalmente sentida por nuestro obispo D. José María también era compartida por la Iglesia. Él participó en el Concilio Vaticano II. Podemos imaginar con cuanto interés seguiría la elaboración del Decreto conciliar Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros. Recordemos, hoy, con que énfasis y apremio llamada a la santidad de los sacerdotes, cuando dice: este sacrosanto Sínodo, para conseguir sus fines pastorales de renovación interna de la Iglesia, difusión del Evangelio en todo el mundo y diálogo con el mundo moderno, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, se esfuercen en alcanzar una santidad cada día mayor, que los haga instrumentos cada vez más aptos al servicio de todo el Pueblo de Dios (Decreto Presbyterorum ordinis, 12).

Y más próximo en el tiempo, también el papa Francisco ha hecho sonar esta llamada a la santidad en la Exhortación Apostólica Gaudete et exsulateAlegraos y regocijaos- Sobre la llamada a la santidad en el mundo actual, del 19 de marzo del 2018; y nuestras Orientaciones Pastorales Diocesanas 2022-2027, “Él va por delante de vosotros” (Mc 16,7), recogiendo este constante reclamo del Magisterio de la Iglesia, señalan como “cuarta línea de trabajo: Todos llamados a la santidad y a la misión.”

La santidad es la gracia, el regalo, el don del Bautismo. La santidad es el fruto del Espíritu Santo en la vida de cada uno (cf. Ga 5,22-23). (GE 15) Hemos sido configurados como hijos, el pecado nos desfigura y la santidad está en recuperar lo que verdaderamente somos, hijos en el Hijo.

La vocación a la santidad la reciben todos los bautizados. El papa Francisco lo expresa así: Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos (…) No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. (GE 14).

Hablar de santidad es también hablar de nuestro compromiso temporal. Nuestra vida personal no está aislada de nuestro ministerio como sacerdotes ni del testimonio personal como cristianos en la vida pública. De nuestra respuesta a la vocación a la santidad depende la misión de la Iglesia, que no es otra que evangelizar. S. Juan Pablo II afirmaba que la llamada a la misión deriva de por sí de la llamada a la santidad. Cada misionero, lo es auténticamente, si se esfuerza en el camino de la santidad… La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión. Todo fiel está llamado a la santidad y a la misión (Redemptoris Missio, 90).

En la medida en que se santifica, cada cristiano se vuelve más fecundo para el mundo. (GE 33)

Nuestra pastoral como sacerdotes debe desplegar una auténtica pedagogía de la santidad adaptada a las edades y situaciones de las personas, presentándola como un ideal atractivo, posible de alcanzar con la ayuda de la gracia. Todos debemos emplearnos en ello, también las personas consagradas, los catequistas, las familias cristianas, los grupos parroquiales y los movimientos apostólicos.

La evangelización debe comenzar en el interior de la Iglesia y por cada uno de los cristianos: Señor, renueva tu Iglesia, empezando por mí (Francisco de Asís). Antes de poder ser implantada en los pueblos, la Iglesia tiene que ser implantada y tiene que arraigar en el corazón de los creyentes (Lumen Gentium 1,1).

Cuando la cultura ya no es vehículo de transmisión de la fe y la institución eclesial pierde significación en un contexto social nuevo, la experiencia viva y personal de Dios se hace imprescindible. El teólogo alemán Karl Rahner acuñó una expresión que se ha vuelto tópica: El cristiano del mañana (ese mañana ya es hoy) será un místico o no será. Todos necesitamos una fe personal, profunda y sólida, que nos ayude a dar testimonio del Señor resucitado e ilumine la existencia cotidiana. Por el contrario, una fe solo hereditaria, formal y tradicional, no prevalecerá (cf. 1Cor 13,1-3).

En definitiva, vosotras queridas hermanas oblatas, nosotros sacerdotes, y vosotros fieles cristianos, todos necesitamos compartir la obsesión del venerable García Lahiguera: “No tengo más que una obsesión, os lo digo de verdad: no merece la pena nada en la vida más que la santidad”.

Que la Virgen María, Madre de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, interceda por nosotros, para que seamos santos.

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