Este pasaje del Evangelio, que leemos en el IV Domingo de Pascua, nos regala una de las imágenes más hermosas que Jesús usa para hablarnos de su amor: la del Buen Pastor. “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen.” Con estas palabras, el Señor no solo nos describe una relación entre guía y seguidores, sino una verdadera experiencia de cercanía, de cuidado, de amor que reconoce a cada uno por su nombre.
En tiempos como los nuestros, donde abundan las voces y no siempre es fácil distinguir cuál seguir, estas palabras son un llamado a volver al silencio del corazón, a afinar el oído interior y buscar esa voz que no confunde, que no presiona, sino que invita, consuela y acompaña. Esa es la voz de Cristo, que no solo nos habla, sino que nos conoce. Y ser conocidos por Él es algo más que información: es una experiencia de amor personal, único, irrepetible.
El Evangelio de hoy no se queda solo en palabras bonitas. Jesús hace una promesa concreta: “Yo les doy vida eterna… nadie las arrebatará de mi mano.” Y esa seguridad es un consuelo inmenso. Porque todos, en algún momento, sentimos miedo, nos vemos frágiles o incluso tentados a pensar que podemos perder el rumbo. Pero el Señor nos asegura que, mientras permanezcamos con Él, nada ni nadie podrá arrebatarnos de su amor. Nos sostiene su mano, y nos sostiene también la fidelidad del Padre, que es más grande que todo.
Las demás lecturas del día refuerzan este mensaje de esperanza. San Pablo y Bernabé, en los Hechos de los Apóstoles, se enfrentan al rechazo, pero no se detienen: anuncian el Evangelio también a los gentiles. Porque el mensaje de Cristo no es para unos pocos, sino para todos los que se abren a escucharlo. Y en el Apocalipsis, vemos la imagen del Cordero que guía a su pueblo hacia “fuentes de aguas vivas” y enjuga sus lágrimas: un Dios que no solo salva, sino que acompaña y consuela.
Este domingo, el llamado es claro: confiar. Volver la mirada al Pastor que nos conoce y no nos abandona. Escuchar su voz, seguir sus pasos, dejarnos cuidar. Que no nos dé miedo reconocernos como ovejas: no por debilidad, sino por la humildad de sabernos necesitados de guía, de dirección, de un amor que no falla.
Que este Evangelio nos anime a seguir caminando, sabiendo que no estamos solos. Y que, pase lo que pase, su mano no nos suelta.
Delegación Diocesana de Medios de Comunicación Sociales