Cualquier persona que no conozca los evangelios se quedará sorprendida al contemplar la importancia que tiene la narración de la pasión de Jesús. Tanto es así, que un estudioso ha definido los evangelios como «relatos de la pasión con una amplia introducción». Efectivamente, los dos días de la pasión y muerte de Jesús ocupan un amplio espacio respecto a los años de su predicación y, sin embargo, el misterio de la cruz se ha alejado de nuestro horizonte cristiano y, quizás, también de la enseñanza eclesial. En este Domingo de Ramos, pórtico de la Semana Santa, es necesaria una reflexión sobre la cruz de Jesús, que es presentada por los evangelios como el sentido profundo de la existencia del hombre, el sentido último de su camino de libertad.
La cruz de Jesús recuerda que cada vida conoce la presencia de Dios dentro de la experiencia de abandono y de ausencia. El grito de Jesús «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» lo muestra como solo y desamparado; ni siquiera Dios responde a su grito. Al menos de momento. Jesús experimenta, en sí mismo, el rechazo de los hombres, la traición de los amigos y el desgarrador silencio de Dios.
De esta manera, el Cristo sufriente, no sólo está cerca de los que sufren, sino que él mismo experimenta un dolor que en muchas personas puede, en ocasiones, llegar a convertirse en un padecimiento más fuerte que la propia muerte. La lectura de la pasión según San Marcos (Mc 14,1‒15,47) pone de manifiesto otro aspecto, más allá del dolor, que es la libertad total de Jesús que elige ser fiel hasta las últimas consecuencias; entregarse sin reservarse nada para sí; el amor como donación total, para todos y para siempre. El Hijo del hombre que ha venido «para servir y para dar la propia vida en rescate por muchos» (Mt 20,28) revela el amor de Dios que llega, incluso, a “olvidarse” de sí mismo para acoger, salvar y redimir a la humanidad.
La cruz, en la óptica cristiana, no es esencialmente un límite, sino amor, solidaridad con las víctimas, fe en el poder de Dios, que se manifiesta en la impotencia de quien es crucificado por amor. Se trata de una paradoja, ya que Dios salva no en virtud de su poder, sino desde la “impotencia” de la cruz. La resurrección que nos espera pasa por este camino: el camino de cruz y la vía del amor.
Isaac Moreno Sanz