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El Obispo insta a los sacerdotes en la Misa Crismal a “recuperar el radicalismo evangélico”

Publicado:
26 marzo, 2024
El obispo de Huelva, Mons. Santiago Gómez, ha presidido esta mañana de Martes Santo, 26 de marzo, en la Santa Iglesia Catedral la Misa Crismal de consagración del Santo Crisma y bendición de los Óleos de los Catecúmenos y de los Enfermos con una importante asistencia del clero diocesano y de fieles onubenses.


Aunque la liturgia contempla la celebración de la Misa Crismal el Jueves Santo, en nuestra diócesis, al igual que sucede en muchas otras, esta celebración se traslada de día para facilitar la asistencia de todos los sacerdotes. Así lo ha explicado el Obispo al inicio de su homilía: “La Misa Crismal que estamos celebrando anticipa el Jueves Santo, día en el que el Señor instituyó el sacerdocio, encomendando a los Doce la tarea de celebrar, con el pan y el vino, el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre hasta su vuelta gloriosa. Así esta Eucaristía celebra el sacerdocio ministerial. El obispo –junto con los presbíteros- renovamos las promesas sacerdotales y agradecemos al Señor el ministerio al que nos ha llamado, que nos pone al servicio del pueblo santo de Dios”.

En esta línea, y ante los presbíteros allí presentes, ha resaltado que “Jesucristo es quien nos ha hecho el don de sí mismo, diciendo “Esto es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre”. El misterio del sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que Jesucristo quiere perpetuar su entrega por medio de nosotros, de tal manera que en virtud de la ordenación recibida podemos hablar con su “yo”: in persona Christi“.

Mons. Santiago Gómez ha señalado también que “este misterio lo recordamos de modo particular en esta Misa Crismal. Volvamos esta mañana al momento en el cual recibimos la imposición de las manos por parte del obispo, pues fue el mismo Señor quien nos impuso las manos y nos hizo partícipes de su sacerdocio”. Y ha continuado diciendo: “recordemos que nuestras manos fueron ungidas con el óleo, que es el signo de la fuerza del Espíritu Santo” y que “en el Antiguo Testamento la unción es signo de asumir un servicio”. El Pastor de la diócesis ha hecho referencia a que “en el evangelio de hoy Jesús se presenta como el Ungido de Dios, el Cristo, que actúa como enviado del Padre y en la unidad del Espíritu Santo, y que, de esta manera, dona al mundo la vida eterna”. Así, ha subrayado también que “por el sacramento del orden que recibimos el Señor nos hace sus amigos”, y ha indicado más adelante que “para vivir de verdad la amistad con Jesucristo necesitamos afrontar con realismo la Ascesis y la Penitencia, entendida como el esfuerzo humano que responde a la gracia de Dios”.

El Obispo ha indicado que “el hombre de hoy tiene muy poca estima del valor de la cruz, de la ascesis y de la penitencia. La vida cómoda y materialista que vivimos, también nosotros, nos hace despreciar con facilidad estos valores que son fundamentales para alcanzar la santidad, incluso para poder vivir de manera razonable y sensata. La cruz, que implica ascesis y penitencia, son exigidas de modo terminante por el Señor: el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí (Mt 10, 38)”. En este punto ha recordado el testimonio de los amigos de Dios, de los santos.

El Obispo también ha aludido a la advertencia de D. Alfonso Crespo, en la formación permanente del pasado mes de noviembre, cuando hablaba del “desmayo de los presbiterios en nuestros días” y “denunciaba el debilitamiento del radicalismo evangélico”. En este sentido, Mons. Gómez Sierra ha recordado que decía: vivimos tan confabulados con los poderes de este mundo que ya los consejos evangélicos: la pobreza, la castidad y la obediencia no son signo, no reclaman la atención. No somos bienaventurados porque no somos pobres; no protegemos la castidad porque vivimos osadamente a la intemperie; se negocia la obediencia porque no se vive la humildad y entonces la autoridad se recrea de autoritarismo y la desobediencia de amor propio.

Por ello, el Obispo ha llamado a los sacerdotes a reaccionar “con determinación a esta mentalidad que no es propia de los amigos de Dios” y a “recuperar el radicalismo evangélico”.

D. Santiago Gómez ha concluido su homilía de la Misa Crismal resaltando que “el núcleo del sacerdocio es ser amigos de Jesucristo. Sólo así podemos hablar verdaderamente in persona Christi, aunque nuestra lejanía interior de Cristo no puede poner en peligro la validez del Sacramento. Ser amigos de Jesús significa comunión de sentimientos, pensamientos, voluntad y obras, no es algo meramente intelectual. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote significa aprender a vivir, a sufrir y a obrar con Él y por Él”.

Tal y como explica la Delegación Diocesana para la Liturgia, el Martes Santo en la Misa Crismal concelebra el Obispo y su presbiterio. Es una de las celebraciones en las que se pone de relieve la plenitud sacerdotal del Obispo, que es tenido como gran sacerdote de su grey y como signo y garante de la unión de sus presbíteros con él. Los sacerdotes renuevan ante el Obispo las promesas que hicieron el día de su ordenación, se lleva a cabo la bendición de los óleos y se consagra el crisma. El óleo es aceite de oliva. En cambio, el crisma es una mezcla de aceite de oliva y perfume. La consagración es competencia exclusiva del Obispo. Dentro del rito de consagración destaca el momento en el que el Obispo sopla en el interior del recipiente que contiene el Crisma (crismera) como signo de la efusión del Espíritu Santo. 

El santo crisma y los óleos serán llevados a todas las parroquias donde, de un modo solemne y expreso, son presentados, como expresión de unidad, en la Misa Vespertina del Jueves Santo en la que se conmemora la Cena del Señor.

Puede leer la homilía íntegra a continuación:

La Misa Crismal que estamos celebrando anticipa el Jueves santo, día en el que el Señor instituyó el sacerdocio, encomendando a los Doce la tarea de celebrar, con el pan y el vino, el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre hasta su vuelta gloriosa. Así esta Eucaristía celebra el sacerdocio ministerial. El obispo –junto con los presbíteros- renovamos las promesas sacerdotales y agradecemos al Señor el ministerio al que nos ha llamado, que nos pone al servicio del pueblo santo de Dios.

Jesucristo es quien nos ha hecho el don de sí mismo, diciendo “Esto es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre”. El misterio del sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que Jesucristo quiere perpetuar su entrega por medio de nosotros, de tal manera que en virtud de la ordenación recibida podemos hablar con su “yo”: in persona Christi. Este misterio lo recordamos de modo particular en esta Misa Crismal. Volvamos esta mañana al momento en el cual recibimos la imposición de las manos por parte del obispo, pues fue el mismo Señor quien nos impuso las manos y nos hizo partícipes de su sacerdocio.

Recordemos que nuestras manos fueron ungidas con el óleo, que es el signo de la fuerza del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento la unción es signo de asumir un servicio: el rey, el profeta, el sacerdote. En cierto modo, el ungido está expropiado de sí mismo en función de un servicio, en el que se pone a disposición del plan de Dios. También, en el evangelio de hoy Jesús se presenta como el Ungido de Dios, el Cristo, que actúa como enviado del Padre y en la unidad del Espíritu Santo, y que, de esta manera, dona al mundo la vida eterna.

“Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). Por el sacramento del orden que recibimos el Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo, incluso a sí mismo, de forma que podamos hablar con su “yo”, “in persona Christi capitis”. Así se ha puesto en nuestras manos.

Para vivir de verdad la amistad con Jesucristo necesitamos afrontar con realismo la Ascesis y la Penitencia, entendida como el esfuerzo humano que responde a la gracia de Dios. El papa san Juan Pablo II nos decía en su exhortación apostólica Reconciliación y Penitencia: “La Penitencia es todo aquello que ayuda a que el Evangelio pase de la mente al corazón y del corazón a la vida.”

El hombre de hoy tiene muy poca estima del valor de la cruz, de la ascesis y de la penitencia. La vida cómoda y materialista que vivimos, también nosotros, nos hace despreciar con facilidad estos valores que son fundamentales para alcanzar la santidad, incluso para poder vivir de manera razonable y sensata. La cruz, que implica ascesis y penitencia, son exigidas de modo terminante por el Señor: el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí (Mt 10, 38).

Este ha sido siempre el testimonio de los amigos de Dios, de los santos, quienes ante la perspectiva de haber encontrado la perla preciosa (Mt 13,46) y el tesoro escondido (Mt 13,44), consideraban en poco lo que tuvieran que hacer para permitir a la gracia desarrollarse en plenitud, aunque a los ojos del mundo pudiera parecer una locura y una exageración.

Queridos hermanos sacerdotes, recordemos la advertencia que nos hacía D. Alfonso Crespo, en la formación permanente del pasado noviembre, hablando del desmayo de los presbiterios en nuestros días. Denunciaba el debilitamiento del radicalismo evangélico. Decía: vivimos tan confabulados con los poderes de este mundo que ya los consejos evangélicos: la pobreza, la castidad y la obediencia no son signo, no reclaman la atención. No somos bienaventurados porque no somos pobres; no protegemos la castidad porque vivimos osadamente a la intemperie; se negocia la obediencia porque no se vive la humildad y entonces la autoridad se recrea de autoritarismo y la desobediencia de amor propio.

Reaccionemos con determinación a esta mentalidad que no es propia de los amigos de Dios. Tenemos que recuperar el radicalismo evangélico.

También nos decía, una vida desparramada y excesivamente a la intemperie no nos ayuda. Vivimos volcados al exterior del ordenador y el móvil, a la intemperie y expuestos al riesgo del escándalo. Puedo estar bien informado de lo que pasa en el mundo y al mismo tiempo puedo vivir «sin noticias de mí mismo”. Así podemos perder muchas horas, y luego nos lamentamos de la falta de tiempo para la oración personal.

Nos acecha el peligro de un estilo de vida que merecería la denuncia de san Pablo: «hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre, su gloria, sus vergüenzas; solo aspiran a cosas terrenas» (Fil 3,19).

El núcleo del sacerdocio es ser amigos de Jesucristo. Sólo así podemos hablar verdaderamente in persona Christi, aunque nuestra lejanía interior de Cristo no puede poner en peligro la validez del Sacramento. Ser amigos de Jesús significa comunión de sentimientos, pensamientos, voluntad y obras, no es algo meramente intelectual. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote significa aprender a vivir, a sufrir y a obrar con Él y por Él.

Que la Santísima Virgen María, que en el Calvario hemos recibido como Madre nuestra, nos ayude con su intercesión. Amén.

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