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Domingo de Resurrección -C

Publicado:
16 abril, 2022
Imagen: Resurrección del Señor. Bartolomé Esteban Murillo (1650-1660). Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.

«Aleluya cantará quién perdió la esperanza ¡Aleluya»

«Entrad, pues, todos vosotros al gozo de vuestro Señor. ¡Primeros y últimos! Recibid vuestra recompensa. ¡Ricos y pobres! Regocijaos juntos». Con este himno, San Juan Crisóstomo exhortaba a los creyentes a celebrar la Pascua, con la certeza de que todos pudieran en el día Santo cantar juntos la gloria del Señor, sin excluidos, ni descartados, ni abandonados. La Pascua que celebramos en este día es la certeza gloriosa de que Dios ha entrado, de una vez para siempre, en el reino de la muerte. Ninguna derrota será definitiva. Cada ser humano, pequeño o grande, cada vida, creyente o desilusionada, es atravesada y cambiada por la resurrección, por la esperanza, por la Vida, en definitiva, por el Resucitado.

El evangelio de este Domingo de Pascua (Jn 20,1-9) narra los acontecimientos del primer día de la semana desde el punto de vista de quien sabe leer en una losa y en un sepulcro un gesto de amor. De Pedro se dice que «entró y vio»; del discípulo que Jesús amaba que «vio y creyó».

Independientemente de todo lo que se ha podido decir sobre la identidad del discípulo amado, no hay ninguna duda ‒quienquiera que sea desde el punto de vista histórico‒ que representa el discípulo ideal, modelo, inmerso en la esfera del amor. Aquel que no solo entra y ve, sino quien ve y cree, es decir, quien da un paso más; quien camina con la fe, alcanzado lugares a los que solo la esperanza puede conducir. Quizás podría afirmarse que el camino de vuelta de la esperanza ‒si es que en estos términos puede hablarse‒ no es otro que la caridad cristiana: quien corre con esperanza; regresa con amor.

El anonimato del discípulo amado lo convierte en universal, como si debajo de sus acciones y actitudes hubiese una especie de línea de puntos donde cada creyente pudiese escribir su propio nombre. Al escribir el nombre, el creyente acepta compartir el destino de Jesús: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). La muerte, para el evangelista san Juan, es tan necesaria como fecunda; tan llena de sufrimiento, como colmada de vida. El amor supera toda dificultad: «la mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre» (Jn 16,21). De esta manera, San Juan muestra que la única fuerza capaz de derrotar a la muerte es el amor. Esta es la perspectiva del discípulo amado que ha descubierto un sentido ‒la Resurrección‒ ante el dolor por la pérdida del Viernes Santo y ante la tumba vacía del primer día de la semana.

En este Domingo de Pascua no quisiera escribir muchas palabras, sino dejar que sea la Palabra ‒resucitada y resucitadora‒ la que siga hablando. Por eso termino con dos preguntas que se convierten en un interrogante constante, formulado por Brotes de Olivo y respondido, con alegría y con fuerza en nuestra Iglesia: «¿Quién quiere resucitar a este mundo que se muere? ¿Quién se torna en aleluya porque traduce la muerte, como el trigo que se pudre y de uno cientos vienen? Aleluya cantará quién perdió la esperanza ¡Aleluya!».

Isaac Moreno Sanz,
Dr. en Teología Bíblica y rector del Seminario Diocesano

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