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Domingo XXXII Tiempo Ordinario – C

Publicado:
3 noviembre, 2022
Imagen: "Predela con la Resurrección de Cristo", 1475 - 1485. Técnica mixta sobre tabla. Miguel Ximénez. Museo Nacional del Prado, Madrid.

“Un proyecto de vida centrado en Jesús” (Lc 20, 27-38)

Hace apenas unos días celebramos como Iglesia dos acontecimientos muy importantes dentro de la liturgia: la solemnidad de Todos los Santos y la fiesta de los fieles difuntos. La vivencia de estas festividades, estrechamente relacionadas con el mensaje de la Palabra de Dios que hemos escuchado en este domingo en el que celebramos la Resurrección de Jesucristo; me han llevado a reflexionar en torno a dos aspectos que en ocasiones no son bien comprendidos por quienes profesamos la fe en Jesucristo resucitado y en su Iglesia; me refiero al destino eterno y al proyecto de vida.

Me atrevo a pensar que en otras épocas de la historia era más fácil plantear, comprender y aceptar el destino eterno que el Señor nos dio a conocer y nos dejó con su vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión al cielo; destino que se concreta en una sola realidad: la felicidad, es decir, el encuentro pleno con Dios para toda la eternidad. Esta realidad dada por Dios a todos sus hijos es poco comprensible y aceptada en medio de una sociedad globalizada que nos ofrece alcanzar sueños de fama, poder, prestigio y reconocimiento a través de las realidades “virtuales” que hoy se han puesto tanto de moda haciendo que  internet y las redes sociales nos muestren un tipo de sociedad en la cual no es posible alcanzar el “destino eterno” la felicidad, sin el uso del facebook, youtube, instagram, twitter, etc.

Con lo dicho hasta ahora de ninguna manera quiero desconocer el valor y la importancia que tienen las redes sociales para la construcción de un mundo más abierto y plural. Sin embargo, quiero advertir que la sensación de bienestar, placer y alcance de metas antes inimaginables en el mundo, y a las que hoy se accede a través de estos medios, pueden generar una sensación de nostalgia en quienes empezamos a tocar la mitad de la vida o ya alcanzamos sus últimas décadas de nuestra existencia. Pero esta sensación no es propia y exclusiva de quienes ya hemos caminado un largo trecho en la vida; también desconcierta que la anhelada sensación de bienestar que produce el mundo actual no alcanza a satisfacer las expectativas de tantos jóvenes y profesionales de hoy que encerrados en sus proyectos, ideologías y estilos de vida, experimentan soledad, aislamiento y depresión.

Esta situación, aunque compleja, se constituye como una oportunidad única para afianzar en nuestra vida la prolongación que ella tiene después de la muerte, prolongación que no es otra que la vida eterna, el destino final, la plenitud que Dios nos ha mostrado a través de su hijo amado Jesucristo. Es en este sentido, como vale la pena tomar como ejemplo para el hombre de nuestro tiempo, sometido y atrapado en los ofrecimientos de este mundo, lo que valientemente, el joven del libro de los Macabeos le dijo al rey prepotente: “vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio no resucitarás para la vida” (2Mac 7,14).

Ahondando en la reflexión y en la oración sobre el mensaje que nos trae la Palabra de Dios en este trigésimo segundo domingo del tiempo ordinario; quisiera hacer énfasis en una actitud que considero esencial para afrontar con fe y esperanza la situación y la realidad del mundo actual. Es muy importante que ante los logros que alcancemos a todo nivel y ante las derrotas e incomprensiones de la vida, aprendamos a “desencantarnos” con este mundo. Desencantarse no es lo mismo que despreciar o sentir que somos desafortunados al no tener la misma suerte que otros; porque, tal vez, lo que vemos en los otros puede ser tan solo una apariencia, o una apreciación muy personal de lo que creemos que ellos son, dado que desconocemos su interior, su verdadero ser, y no podemos ver más allá de lo que nuestros sentidos pueden percibir; en otras palabras, podríamos acudir a esta frase bien conocida por todos: “la procesión va por dentro”. Desencantarse significa, no poner la esperanza en los logros o dificultades que son pasajeras; significa que al poner nuestra atención en lo que es realmente importante y esencial podemos comenzar a construir un “proyecto de vida” que encontrará su plenitud permitiendo que el Resucitado nos guíe, nos acompañe y nos conduzca al corazón amoroso del Padre Eterno.

La construcción y consolidación de este proyecto de vida centrado en Jesús no es fácil. Tendremos que caminar sin desfallecer hacia el destino eterno que es la presencia del Padre. Lo que nos espera, como lo explicó el mismo Jesús a los saduceos, es mucho más que los vericuetos, logros y dificultades de esta vida; se hace necesario abrirnos a la experiencia del abandono y confianza total en el proyecto salvador de Jesús, seguros de que de forma lenta pero segura, seremos transformados para participar eternamente de la verdadera Vida: “No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos” (Lc 20,38).

Hagamos nuestras las palabras finales de la segunda lectura de hoy para que ansiemos y busquemos la vida de Dios: “Que el Señor dirija nuestros corazones hacia el amor de Dios y la paciencia en Cristo” (Tes 3,5).

P. Emilio Rodríguez Claudio, O.S.A.
vicario general de la Diócesis de Huelva

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