“Arrendará la viña a otros labradores” (Mt 21, 33-43).
Meditemos hoy junto al Señor si encuentra frutos abundantes en nuestra vida; abundantes, porque es mucho lo que se nos ha dado. Frutos de caridad, de trabajo bien hecho, de apostolado con amigos y familiares, jaculatorias, actos de amor a Dios y de desagravio a lo largo del día, contradicciones bien aceptadas, pequeños servicios a quienes comparten el mismo trabajo o el mismo hogar. Examinemos también si, a la vez, somos origen de esas uvas agrias que son los pecados, la tibieza, la mediocridad espiritual aceptada, las faltas de las que no hemos pedido perdón al Señor…
Cierto hombre que era propietario plantó una viña, la rodeó de una cerca y cavó en ella un lagar… «La cercó de vallado, esto es –comenta San Ambrosio–, la defendió con la muralla de la protección divina, para que no sufriera fácilmente por las incursiones de las alimañas espirituales…, y cavó un lagar donde fluyera, espiritualmente, el fruto de la uva divina». Han sido muchos los cuidados divinos que hemos recibido. La cerca, el lagar y la torre significan que Dios no ha escatimado nada para cultivar y embellecer su viña. ¿Cómo esperando que diera uvas produjo agrazones?
El pecado es el fruto agrio de nuestras vidas. La experiencia de las propias flaquezas está patente en la historia de la humanidad y en la de cada hombre. «Nadie se ve enteramente libre de su debilidad, de su soledad y de su servidumbre, sino que todos tienen necesidad de Cristo, modelo, maestro, salvador y vivificador». Nuestros pecados están íntimamente relacionados con esa muerte del Hijo amado, de Jesús: Y, agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo mataron.
Para producir los frutos de vida que Dios espera todos los días de cada uno (frutos de la caridad, del apostolado, del trabajo bien hecho…), necesitamos, en primer lugar, pedir al Señor y fomentar un santo aborrecimiento a todas las faltas, incluso las veniales, que ofenden a Dios. Los descuidos en la caridad, los juicios negativos sobre los demás, las impaciencias, los agravios guardados, la dispersión de los sentidos internos y externos, el trabajo mal hecho…, «hacen mucho daño al alma. El alma que aborrece el pecado venial deliberado, poco a poco va ganando en delicadeza y en finura en el trato con el Maestro.
Las flaquezas han de ayudarnos a fomentar los actos de reparación y de desagravio, y la contrición sincera por esas faltas. Así como pedimos perdón por una ofensa a una persona querida y procuramos compensarla con algún acto bueno, mucho mayor debe ser nuestro deseo de reparación cuando el ofendido es Jesús, el Amigo de verdad. Entonces Él nos sonríe y devuelve la paz a nuestras almas. Convertimos así en frutos espléndidos lo que estaba perdido. «Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti, dejando –¡ay!– tanto poso… —Y a la vez, sin querer apartarte de esa consideración, dile: dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman, limpiándose de todas las miserias terrenas… Y, ya vacío todo mi yo, llénalo de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor».
Francisco Fernández Carvajal